Por qué el verano de mi vida ha sido el último. Trataré de hacerme entender. El verano comenzó en primavera después de un invierno estando ausente. Sintiéndome resguardado en una cárcel en la que los muros son el miedo, los barrotes el menosprecio de los que manejan mi tiempo, donde el alimento son las dudas y la vergüenza.
Comenzó en primavera porque fue cuando me di cuenta de que permanecer y sobrevivir no es suficiente. Hasta entonces siempre lo había sido porque nunca había querido soñar con nada más. La ilusión de tener un pedazo de algo y permanecer sin más, dejando pasar el tiempo entre lecturas, buenas películas y música. Sin importar que fuese en compañía o en soledad, mientras fuera buena. La belleza máxima del arte. El alimento que hace que el día haya merecido la pena.
Resultó ser insuficiente y fui sintiendo que me asfixiaba. No fue una revelación. Fue más bien un nudo en la garganta que fue apretándose poco a poco. Hacía bloquearse a mis neuronas y con ello flaqueaba mi humor. Ahí me reconocí como cautivo y no como el libertario estoico que me suponía. Ahora al escribirlo me siento ridículo pero trato de entenderme a la vez. Hay fallos y los habrá. No hablo sólo de errores de escritura.
En mayo mi sobrino pequeño cumplía tres años, el mayor pronto haría cinco y hacía casi uno que no los veía por todo el tema de la pandemia y las restricciones de movilidad. Habían crecido, resplandecían, mantenían esa ilusión e inocencia. Ante sus miradas, sus preguntas... ante su amor sentí que yo no era nada. Que no podía defender nada de lo que hacía ante ellos. Me di cuenta de que he podido vivir engañando a todo el mundo, viviendo del cuento, pero no a ellos.
Tardé en descifrar esos sentimientos novedosos y convertirlos en ideas. Tardé un poco más en reconocer que esos sueños podían, con esfuerzo y ayuda, convertirse en hechos. Acepté el valor de fallar, el valor de hacer algo porque es lo que sientes que debes hacer. Que el precio monetario no es el precio real. Aunque todo tiene un valor monetario que hay que pagar y mi sueño no es barato.
Tampoco es tan caro, pero para un apenas mileurista como yo, los ahorros de unos cuantos años fueron a parar a mi sueño. El verano es para viajar, volar, caminar, conducir a paraísos ajenos a la vida corriente. Yo descubrí que mi viaje era interior.
Llevo haciendo canciones, escribiendo relatos y poemas, garabateando historias desde hace mucho tiempo. Con quince años recuerdo haber empezado a juntar letras sin conocimiento y aunque sigo en mis trece de dejarme llevar, en estos últimos años creo que he estado más atinado. Que aunque mi estilo es tosco y, aparentemente, poco refinado me reconozco a gusto en mi mezcla de heridas, limitaciones, carencias y pérdidas de memoria.
Había tratado de dejarlo, dejé de escribir, vendí el piano blanco, el bajo, la guitarra eléctrica (una Telecaster amarilla y negra rollo Springsteen) y el amplificador a válvulas. Me reduje a lo básico, me quedé con una guitarra acústica, bolígrafo y libreta. Me dejé persuadir por el día a día en un trabajo sin futuro, sin relaciones personales reales. Sólo cumplir, mantenerme en pie, ayudar a la familia y estar ahí para los amigos de verdad.
La vida siguió a lo suyo y la naturaleza encontró su camino porque al tiempo volví a escribir, a tocar algún acorde, a cantar... Fui aprendiendo sin darme cuenta y me dejé guiar a través del laberinto sin saber que no había salida. Empecé de nuevo a juntar frases con música. A explicarme. Comencé a sentir que de verdad yo estaba ahí dentro. Y fue ahogándome todo lo de fuera, lo incontrolable, lo irreal que en verdad, supongo, es la vida real.
Me centré.
Apunté lo que iba a hacer: grabar un álbum.
Busqué el lugar, la persona adecuada para ayudarme a conseguirlo. Me compré una nueva guitarra (una Ibanez rosa y dorada), un piano negro y un amplificador baratito para ir tirando. Hice unas maquetas en casa para mostrar al productor. Pedí las vacaciones en el curro. Solo quería quince días pero me hicieron coger el mes entero seguido, nunca había tenido tantos días de vacaciones juntos desde que terminé la escuela. Pensé en pelearlo, dudaba de si era buena idea porque luego el año se hace muy largo sin vacaciones pero también pensé que después no existía todavía.
El verano en el norte comenzó lluvioso mientras yo en un estudio de grabación profesional en Oviedo grababa mis canciones. El polen y la alergia hacían de las suyas en mi garganta. Registré mi alma.
El mundo real continuaba, mi madre y yo íbamos a cuidar de mis sobrinos pero no pudimos porque, tras años intentándolo, mis tías consiguieron vender la casita familiar que todavía manteníamos ellas, mis hermanas y yo por herencia de mi padre en el pueblo. Fui yo solo a encontrarme con mis tías para ayudar a recoger lo personal y lo material. Desde los años cincuenta del siglo pasado en esa casita construida por mi abuelo, reformada por mi padre y vendida por sus hijos.
Me pusieron la primera dosis de la vacuna contra el coronavirus y resulté ser insensible a sus efectos secundarios. Bastante tenía con lo demás. Firmamos la venta nerviosos. Escuché las mezclas de las canciones. Por fin pudimos ver a mis sobrinos el último fin de semana en la playa. Creo que sigo siendo aparentemente igual: callado, tranquilo, agradable... Pero me vi ante ellos recuperando mi yo perplejo.
He vuelto a trabajar pero la semilla la he de seguir regando. No me ahogo, procuro seguir flotando mientras se inunda el laberinto del que solo se sale por arriba. Para lo bueno y para lo malo este verano no sé cuándo terminará.
¿El mejor verano?.
El verano de mi vida.
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